domingo, 21 de febrero de 2016

Manuel Mujica Láinez / El elefante


Arte manierista italiano
Siglo XVI

    
  
Por lo pronto resolví que la roca ubicada detrás del Ninfeo, a un lado del ancho plano superior, estaría dedicada a evocar a Abul y el elefante Annone. Puse enseguida manos a la tarea, y Zannobi realizó el dibujo correspondiente que mostraba al esclavo sobre la testa del paquidermo cuyo lomo sustentaba un castillo. Dirigidos por el muchacho los artesanos comenzaron su quehacer, y la piedra atónita, atacada y trizada por primera vez, voló en esquirlas. No cedió fácilmente. El trabajo era menos simple de lo que al principio pareciera, y los improvisados escultores lo con un calor en el que se traslucía el arrebato de obedecer a una vocación desconocida pero cierta, que emanaba de umbrosas urgencias ancestrales, y de cumplir algo que los rescataba de su condición de rústicos, iluminando su brío y su sudor con la llama –tan amada por los hombres del Renacimiento- propia del artista. La primavera se insinuaba ya en el valle, en las colinas, con brotes y perfumes, con una dulce languidez. Cuando empezaban a entreverse las líneas groseras del diseño, en la efigie monumental, se me ocurrió que la pétrea masa que subsistía delante de la cabezota de la bestia podría metamorfosearse en un guerreo vencido, liado poderosamente por la trompa. Ese guerrero sería Beppo, muerto por Abul. Enorme, el elefante se perfiló en las anfractuosidades del parque de Bomarzo. Fue mi obra inicial. Satisfecha mi obligación hacia Julia Farnese, en el minúsculo edificio que recordaba con la elegancia severa de su columnata la serenidad ceremoniosa de mi mujer, mi pensamiento se volcó en Abul. Tenía que ser así. La imagen extraña de Abul regía una época de mi vida.

“Bomarzo”

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