domingo, 30 de octubre de 2016

Guy de Maupassant / Venus Landolina



Venus Landolina o Anadiomene
Copia romana de un original griego.
Siglo I a. C.
Museo Arqueológico Regional Paolo Orsi de Siracusa
Sicilia

Al entrar en el museo, la vi en el fondo de una sala, tan bella como imaginaba.

No tiene cabeza, le falta un brazo; sin embargo, nunca una figura humana se me apareció tan bella y turbadora.

No es para nada la mujer poética, la mujer idealizada, la mujer divina y majestuosa como la Venus de Milo, es la mujer tal como es,  tal como se la ama, tal como se la desea, tal como se la quiere abrazar.

Es gruesa, de fuerte pecho, la cadera poderosa y la pierna un poco pesada; es una Venus carnal que soñamos acostada cuando la vemos de pie. Su brazo perdido ocultaba los pechos; con la mano que le queda levanta una tela con la que cubre, con gracia, los encantos más íntimos. Todo el cuerpo está hecho, concebido, inclinado a este movimiento, todas las líneas convergen hacia él, todo pensamiento a él se dirige. Este gesto simple y natural, lleno de pudor y de impudicia, que oculta y muestra, que vela y revela, que atrae y repele, parece definir todas las características de las mujeres de la tierra.

El mármol está vivo, desearíamos palparlo con la certeza de que cederá a nuestra mano como si fuera carne.

Las caderas son animadas y bellas. Se desarrolla con todo su encanto esa línea ondulante y mórbida de las espaldas femeninas que va desde la nuca hasta los talones y que muestra en el contorno de las espaldas, en la redondez decreciente de los muslos y en la ligera curva de la pantorrilla que se adelgaza hasta los tobillos todas las modulaciones de la gracia humana.

Una obra de arte no es excelsa si no es, al mismo tiempo, un símbolo y la expresión exacta de una realidad.

La Venus de Siracusa es una mujer y es, también, el símbolo de la carne.


Guy de Maupassant. La vida errante. Sicilia

domingo, 23 de octubre de 2016

J. W. von Goethe / Templo de Segesta

Finales del siglo V a.C.
Arquitectura dórica griega

El templo de Segesta no se acabó nunca y el espacio alrededor no ha sido nunca allanado; sólo allanaron el círculo donde se cimentaron las columnas pues todavía ahora están en muchos sitios los escalones enterrados nueve o diez pies en el suelo y no hay monte en las cercanías de donde hubieran podido bajar las piedras y la tierra. Las piedras están, la mayoría, tendidas en su posición natural y no se encuentran ruinas.

Todas las columnas vense en pie: dos que se cayeron, las levantaron. (…)


Los costados tienen doce columnas, sin las de esquina. La parte de adelante y la de atrás, seis, con las de esquina. Las muescas que sirven para transportar las piedras no fueron cortadas en los escalones que rodean el templo, prueba de que jamás se terminó. Donde mejor se advierte es en el suelo, a trechos enlosado, en el centro se ve la caliza roja más alta que el nivel del piso; nunca debió ser embaldosado. Tampoco hay rastro alguno de sala interior pero debe suponerse que existía su proyecto. No estuvo estucado pero se supone que la intención era esa. En las piedras llanas de los capiteles hay salientes donde tal vez debiera prender el estuco. Todo está construido de una suerte de caliza semejante al travertino, ahora muy carcomida. La restauración de 1781 hizo mucho bien al edificio. El corte que une las piedras es sencillo pero bonito (…)


El emplazamiento del templo es singular. Al extremo superior de un valle ancho y largo, encima de una colina aislada rodeada de peñascos. Tiene vista sobre una gran extensión de tierra, pero sólo una esquina de mar. La tierra presenta el aspecto inmóvil de una fertilidad triste: todo está cultivado más no se ve habitación casi en ninguna parte. Sobre cardos en flor revolotean innumerables mariposas. (…) El viento susurraba entre las columnas como en un bosque y las aves de rapiña graznaban cerniéndose sobre el entablamento.



Johann Wolfgang von Goethe. Viaje por Italia

domingo, 9 de octubre de 2016

Josefa Parra / Habitación de hotel


Habitación de hotel
1931
Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid


Si hubiera una promesa
entre tú y yo, una cita
prorrogada, una luz allá a lo lejos
con que poder guiarme;
si quedase esperanza
-aunque fuese una triste
diminuta esperanza-;
si alguna vez tus labios
hubiesen pronunciado
la palabra mortal que yo anhelaba,
o algo que me sonara parecido,
pienso que aún hallaría
razón para aguardarte.
¿Y quién sabe si el trueque de la carne
no fue, de alguna forma, una promesa?

Josefa ParraDe "Alcoba del agua" 2002

domingo, 2 de octubre de 2016

Jorge Semprún / Judith y Holofernes



“Judit y Holofernes”
1611-12
Pintura barroca italiana
Museo de Capodimonte (Nápoles)




Del legajo se escapó una tarjeta postal, la recogió del suelo. Una imagen en blanco y negro gastada por el tiempo, el uso, el manoseo. Pero Mercedes recordaba los colores del cuadro que reproducía. «Me parece estar viéndolos», le había comentado alguna vez a Raquel. Alguna de las veces, a lo largo de los años, en que comentó con ésta -¿con quién si no?- las peripecias del viaje de novios de aquel verano, veinte años antes.
Se acordaba, es verdad.
Lo primero que en Nápoles llamó su atención, en el Museo de Capodimonte, fue la blancura nevosa de los hombros de Judit, sus pechos casi desnudos cuya belleza subrayaba la sombra que en el lienzo aislaba, realzándola, su mutua redondez.
En aquel cuadro Judit lucía un vestido azul, muy escotado. Pero ¿lucía realmente? Era el vestido, en efecto, de un azul poco lucido, poco reluciente, más bien apagado, como recluido en su propia densidad. No era un azul que reluciera sobre el lienzo, iluminándolo, sino que lo impregnaba, lo empapaba, difuminando por la superficie del cuadro una nocturnidad diáfana que se armonizaba con el sordo color rojo del vestido de la sirvienta de Judit, adecentado, sin escote ni hombros desnudos, ni senos sugeridos, mostrados en el caso de su ama hasta el  borde mismo del pezón.
La sirvienta sujetaba a Holofernes mientras su señora lo degollaba limpiamente, o sea, de un tajo de su corta y ancha espada que podía calificarse de limpio por lo decidido, lo tajante, justamente, aunque produjera borbotones de sangre que ensuciaban las sábanas del lecho instalado en la tienda de campaña del general enemigo de los judíos.
«Capodimonte, 1936, junio», estaba escrito al dorso de la postal que se acababa de escapar de la carpeta, en el espacio habitualmente reservado a la correspondencia, con la letra puntiaguda y vagorosa, la suya, de colegio de monjas, que se estilaba en los años treinta, hoy un tanto desvaída, casi borrosa, y es que había sido con lapicero.

Jorge Semprún  “Veinte años y un día”