domingo, 23 de julio de 2017

Melania G. Mazzucco / San José con el Niño Jesús



San José con el Niño Jesús
Pintura barroca española
1645
Museo de Bellas Artes de Budapest


El cuadro tenía como título San José con el Niño Jesús. Pero el hombre allí representado, que vestía blusa azul índigo, envuelto en un suave manto amarillo, no tenía nada que hiciera pensar en San José. Ni tampoco el niño –retratado con naturalidad- tenía nada de divino, y de no haber tenido entre sus pequeñas manos una corona de espinas, Giose nunca habría adivinado que se trataba de Jesús. Es más, inicialmente incluso lo tomó por una niña, porque llevaba una blusita rosada. Ninguno de los dos tenía aureola alguna. Para él sólo se trataba de un padre, aún joven, que no llegaría a los cuarenta, con el pelo largo y la barba oscura, junto a su hijo, con el pelo rizado y rubio. Estaban sentados sobre una piedra, en el límite del bosque, entre los árboles. El padre sujetaba a suu hijo del brazo, con dulzura. El amor que sentía por el niño emanaba una especie de luz, un halo dorado que los iluminaba a los dos.. Ese sentimiento era visible. Visible como la firma del pintor. Y la fecha que pintada sobre la piedra resaltaba en la tela: 1645.

La leyenda del cuadro rezaba: Francisco de Herrera el Viejo (1590-1656). Pro el nombre del pintor en esa época no le decía nada. Enseguida Giose quiso saberlo todo acerca de él. Herrera había tenido la desgracia de trabajar en el Siglo de Oro de la pintura española; y durante su vida, y después de su muerte se vio eclipsado por la sombra de Velázquez, Zurbarán, Murillo, Ribera. Tal vez sólo fuera porque tenía menos talento que ellos. Era un tipo impulsivo, violento e irascible. Conoció la gloria y la deshonra; incluso fue condenado por falsificación de moneda. Quienes le encargaban las obras de cuando en cuando las rechazaban, y luego dejaron de pedírselas, obligándole a emigrar desde su Andalucía hacia la capital, donde, de todos modos, tampoco encontró su sitio. Pero, o justo por eso mismo, era también un artista libre, que quería pintar únicamente a su manera. Su pintura era contradictoria, como el mismo. Podía pasar del naturalismo más brutal al sentimentalismo más lánguido. Era un maestro intransigente, pero sabía como enseñar. A los once años, y por poco tiempo, fue alumno suyo Velázquez, y aunque está claro que se trata de uno de los pintores más grandes de la historia, su impasibilidad le impidió pintar una obra como la del Szépmúvészeti Múzeum de Budapest. Tal vez Francisco de Herrera era lo que tiene que ser un artista, como el propio Giose había sido, y tendría que haber seguido siendo.

Quiso conocer todas sus obras. Fue en peregrinación a Sevilla, la ciudad en que había nacido Herrera, donde había abierto su taller y donde había permanecido casi hasta el final, y luego a Madrid, donde había muerto. Y fue por Herrera el Viejo por lo que Christian y Giose llevaron más tarde a Herrera a España, en cuanto fue lo bastante mayor para retener los recuerdos de ese viaje. Tenían la intención de explicarle algún día que el verdadero lugar en el que fue concebida era el Museo de Bellas Artes de Budapest, y el pintor andaluz, la causa eficiente de todo.

Francisco de Herrera creía en el Paraíso, aunque probablemente, debido a sus numerosos pecados, no se lo había ganado. De manera que a Giose, si bien no creía en otra vida, le gustaba imaginarse que algún día los dos iban a encontrarse. Entonces lo saludaría amistosamente, como a alguien de la familia –un padre, tal vez-; se arrodillaría ante él y apoyaría la frente en sus manos. Herrera lo echaría de allí a bastonazos, como hacía con los pesados, los intrusos en incluso con su propio hijo, pero de todas formas él le daría las gracias. No podía apartar los ojos de su cuadro.

Se asomó una vigilante, gorda, desgarbada y rubia como una mazorca, los invitó de malas maneras a que se marcharan. Pero Giose no reaccionaba. Y Christian se colocó tras él, le ciñó la cintura con los brazos y apoyó la barbilla sobre su hombro. En ese momento Giose se dio cuenta de que sus ojos estaban borrosos por las lágrimas.

No había visto nunca un cuadro semejante. Ni nunca volvería a verlo fuera del Szépmúvészeti Múzeum . Los pintores italianos no han encontrado colores ni sentimiento para la paternidad de los hombres. Sólo para la de Dios. Su José es un viejo casto y canoso, y quien lleva al niño en brazos siempre es la Virgen. Es la maternidad lo que celebran, y lo que los conmueve. A partir de ese día, Giose se preguntaría siempre, y seguiría preguntándose, cómo era posible que los españoles sintieran la paternidad como algo tan cercano, y la representaran con tanto arrebato. (…)

Giose lloraba sin recato en la sala del Museo de Bellas Artes de Budapest, mirando la felicidad inesperada de José y el niño. Francisco de Herrera le había arrancado el apósito de la herida. Lo obligaba a admitir que nada le parecía más emocionante y deseable que tener algún día también él, entre sus brazos, así, asu hijo. Un hijo que quizá no sería suyo, como Jesús tampoco era de José. El también querría a su hijo, fuera quien fuera, con un amor tan visible como la firma de Francisco de Herrera, capaz de iluminar la oscuridad del bosque.

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