domingo, 11 de junio de 2017

Lourdes Ortiz / El baño turco


El baño turco
1862
Pintura orientalista
Museo del Louvre de Paris.


Un ojo de buey, la mirada clandestina y secreta: penetrar sin ser visto en su intimidad, ellas tan abandonadas, tan desmedidas y sensuales, entregadas a su juego. Una atmósfera cargada y sin embargo bañada por la luz que dibuja una vez más los cuerpos y los inmoviliza con una precisión matemática de autómatas. Cuerpos que se hacen forma, que se amoldan geométricos en un puzzle de figuras que se integran y se acoplan, violentados, anónimos, casi minerales. Un hálito de modernidad en la mirada lujuriosa y mimosa del anciano que se desvela y se corrige imsomne una y otra vez, un paso más. Ellas tan a lo suyo, emancipadas e indolentes en su desnudez. Un mundo, imaginado en la vigilia de caricias femeninas, de roces, de manos que se pierden y caderas que se alargan, modiglianescas antes de tiempo. O la frialdad del mineral, del totem. Baño turco. El infinito concentrado en un círculo, Útero y ventana vedada. Atisbar, cazarlas en ese instante descuidado del baño, momento de complicidad y risas, de piel despreocupada, de desmadejamiento, de pérdida de la compostura, tan ajenas al hombre y a sus ojos acuosos. Pechos redondos, vientres curvos y densos, oferentes. Volúmenes que se funden y se hacen sólidos. Abstraídas, ensimismadas, inocentes y traviesas, lúbricas en su dejadez. El anciano siente un escalofrío. Retoca, perfila. Hace calor, un calor de sauna, de cuerpos amontonados. La risa del sultán, la glotonería del eunuco condenado a la mirada, sólo a la mirada y a la caricia. El anciano pasa la lengua por sus labios y le llega el sondo de un rabel, tal vez una cítara. Y vuelve a soñar. Se sumerge en la humedad, atisba por el ojo de la cerradura y oye el murmullo de los cuerpos que se aletargan, el sonido del agua.

El viejo Ingres sueña y mira por el ojo de la cerradura.

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