jueves, 26 de noviembre de 2015

Héctor Bianciotti / Cristo velado


Cristo velado
Escultura barroca italiana
1753
Capilla Sansevero (Nápoles)



¿Qué vi de golpe en ese bloque de piedra que la pa­ciencia y la audacia del cincel habían de tal modo vuelto flexible a la mirada?
El velo. El velo de mármol. El velo de mármol, que se hubiera dicho humedecido. El velo de mármol plegado, desplegado, reabsorbiéndose en los huecos de un cuerpo cautivo, de una sutileza de gasa sobre el re­lieve de las más íntimas venas, de los miembros, de la frente; sobre los salientes del rostro vagamente girado, de las rodillas flexionadas, de los pies para siempre despro­vistos de un apoyo y que parecen querer estirar el velo, provocar su deslizamiento, dejarlo caer.
Yo admiraba con deleite la maestría del escultor que, al convertir en transparencia la opacidad de la materia, suscitaba el impulso irresistible de arrancar ese velo que jugaba a enmascarar la desnudez del Cristo y que no era sino uno con su cuerpo. Ningún artista me habrá dado, jamás, frente a la técnica de Sanmartino en su Cristo de Nápoles, la impresión de haber ido más allá de lo po­sible.
Bajo el fluido sudario, el cuerpo reposa sobre un col­chón recamado, en el que se hunde, así como la cabeza se hunde en los dos almohadones superpuestos. Los cuales -todavía lamento la inconveniencia de la aproxi­mación- me recordaron a los sabios del Gulliver de Swift, que se proponían ablandar el mármol para hacer almohadas con él.
Calmo, como cuando el viento cesa y nada se mueve en el huerto. Ausente por completo, hasta del sueño mismo, afuera. Sus labios están cerrados, ya no tienen palabra alguna para nosotros. Ha dicho todo. Ha cum­plido su obra y no ha subido al cielo. No hay más rei­no, y el universo está lejos de ocuparse de su presencia divina. Helo aquí reducido a ese poco de mundo ade­cuado a su dimensión. Rodeado de silencio. Muerto. Ya no puede dar nada, ni siquiera los dolores que El ha su­frido y que nos ha dejado en herencia para que oremos al Padre y, en nombre de ellos, nos hagamos absolver.
Nada más que la persistencia del mármol. Y, no obs­tante, se siente la omnipotencia del cuerpo y, en los bra­zos, la fuerza y la dulzura de los abrazos que no fueron dados; algo de suave, de untuoso, de infinitamente ca­riñoso. Se diría que el artista Lo envolvió en ese velo de agua nacarada para poder, íntegro, sin escrúpulos, acari­ciarlo con su aliento.

“El paso tan lento del amor”

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