domingo, 17 de enero de 2016

Antonio Muñoz Molina / El jinete polaco


Rembrandt Harmenszoon van Rijn
El jinete polaco
1655
Frick Collection, Nueva York
Pintura barroca holandesa



"Tranquilo, interrumpe la sombra, vámonos de aquí, o como dice Félix cuando lleva unas copas y oscila, tan grande, y parece que va a caer al suelo como una esta­tua de la isla de Pascua: Max, no te pongas estupendo. Pero no se marcha todavía, deambula de una sala a otra como por las habitaciones de una casa recién abandona­da, aturdido por la fatiga y el hambre, por tantas horas de soledad, con ese sonambulismo que lo gana fatalmen­te en los museos, en los aeropuertos y en los supermer­cados, y entonces ve, primero sin atención y de soslayo, luego deteniéndose, como cuando cree reconocer en una calle extranjera la cara de alguien de Mágina y tarda un segundo en darse cuenta de que es imposible, un cuadro más bien oscuro, que le da la inmediata impresión de no parecerse a ningún otro cuadro del mundo: un hombre joven, cabalgando sobre un caballo blanco, de noche, con un gorro de aire tártaro, delante de una colina en la que se distingue con dificultad la forma de una torre ancha y baja o de un castillo. Se acerca para mirar el título, Rem­brandt, The Polish rider, pero tiene que apartarse otra vez porque la luz se refleja en la superficie oscura y brillante del lienzo. Es el cuadro más raro que ha visto en su vida, aunque no sabe explicarse por qué, es muy raro pero tam­bién lo encuentra familiar, como si lo hubiera visto en un sueño olvidado, no hace mucho, pero uno no sueña con algo que verá dentro de unos meses, no reconoce y extraña al mismo tiempo y con la misma certidumbre, no es alcanzado de improviso por un sentimiento de pér­dida y de felicidad que le forma un nudo en la garganta y que hasta ahora sólo le han deparado con absoluta ple­nitud unas pocas canciones: como si el tiempo y la reali­dad no contaran, como si no estuviera solo en Nueva York en una mañana helada de enero, a punto de volar hacia una ciudad inhóspita de Europa y de cumplir treinta y cinco años y de seguir aceptando una vida en la que ya no se reconoce y que le importa tanto como la del desco­nocido que habita el apartamento de al lado. Está segu­ro, ha soñado con ese jinete, lo hace feliz y le da terror, como las historias que su abuelo Manuel le contaba, los juancaballos bajando de la Sierra en los amaneceres de invierno, el regreso a Mágina desde el campo de concen­tración entre montañas tan oscuras como las que se ven en el cuadro, las hogueras lejanas en las noches de San Juan, porque detrás del jinete se vislumbra un fuego en­cendido, los cascos de un caballo resonando hondamente en la tierra, quiere irse pero unos pasos más allá se vuel­ve y continúa mirando, no puede tolerar la tensión impo­sible que le ha agudizado la memoria, dónde lo he visto, cuándo: se acuerda de que durante años le ocurrió algo parecido, veía un cesto o un baúl de mimbre y le daba pavor, imaginaba en seguida espadas curvas atravesán­dolo y manchas de sangre que brotaban de él, y de pron­to una noche, viendo medio dormido la televisión, descu­brió que esa imagen no era el recuerdo de un sueño, sino de una película a la que lo llevaron en la infancia, la misma que estaban poniendo ahora, El tigre de Esnapur, y en su apartamento de Bruselas se le despertó todo el miedo pero también toda la inocencia y la felicidad de entonces. Puede que esté acordándose de una película o de la ilustración de un libro, esa torre en la cima de la montaña, el castillo de los Cárpatos, el castillo de irás y no volverás, el jinete ha golpeado las aldabas de bronce y no le ha respondido más que el eco, o ha visto la torre mientras cabalgaba y ha renunciado de antemano a la po­sibilidad de buscar refugio o de aceptar unas horas de descanso, pues no quiere interrumpir su viaje, no quiere bajar del caballo ni despojarse del gorro tártaro ni del carcaj que lleva a la espalda ni del arco colgado de su montura para combatir quién sabe en qué guerra, para arrojarse a qué furiosa cacería, en qué estepas tan ilimitadas como las que atravesaba sin detenerse nunca Mi­guel Strogoff, el correo del zar, que en el curso de su viaje secreto conoció en un tren a una muchacha rubia y la perdió y la volvió a encontrar y fue salvado por ella cuan­do ya no podía verla porque unos tártaros salvajes le ha­bían quemado los ojos con un sable candente."
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El jinete polaco

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