“Judit y Holofernes”
1611-12
Pintura barroca italiana
Museo de Capodimonte (Nápoles)
Del legajo se escapó una tarjeta postal, la recogió
del suelo. Una imagen en blanco y negro gastada por el tiempo, el uso, el
manoseo. Pero Mercedes recordaba los colores del cuadro que reproducía. «Me
parece estar viéndolos», le había comentado alguna vez a Raquel. Alguna de las
veces, a lo largo de los años, en que comentó con ésta -¿con quién si no?- las
peripecias del viaje de novios de aquel verano, veinte años antes.
Se acordaba, es verdad.
Lo primero que en Nápoles llamó su atención, en el Museo de Capodimonte, fue la blancura
nevosa de los hombros de Judit, sus pechos
casi desnudos cuya belleza subrayaba la sombra que en el lienzo aislaba,
realzándola, su mutua redondez.
En aquel cuadro Judit lucía un vestido azul, muy escotado.
Pero ¿lucía realmente? Era el vestido, en efecto, de un azul poco lucido, poco
reluciente, más bien apagado, como recluido en su propia densidad. No era un
azul que reluciera sobre el lienzo, iluminándolo, sino que lo impregnaba, lo
empapaba, difuminando por la superficie del cuadro una nocturnidad diáfana que
se armonizaba con el sordo color rojo del vestido de la sirvienta de Judit,
adecentado, sin escote ni hombros desnudos, ni senos sugeridos, mostrados en el caso de su ama hasta el borde mismo
del pezón.
La sirvienta sujetaba a Holofernes mientras su señora
lo degollaba limpiamente, o sea, de un tajo de su corta y ancha espada que
podía calificarse de limpio por lo decidido, lo tajante, justamente, aunque
produjera borbotones de sangre que ensuciaban las sábanas del lecho instalado
en la tienda de campaña del general enemigo de los judíos.
«Capodimonte, 1936, junio», estaba escrito al dorso
de la postal que se acababa de escapar de la carpeta, en el espacio
habitualmente reservado a la correspondencia, con la letra puntiaguda y vagorosa,
la suya, de colegio de monjas, que se estilaba en los años treinta, hoy un
tanto desvaída, casi borrosa, y es que había sido con lapicero.