“En tomo a este
palacio, giraban claustros y galerías, tan ligeros que parecían obra de las
hadas, pero tan sólidos que no reflejaban el paso de los siglos, y lo unían a
una catedral realmente magnífica con sus libres y exuberantes fantasías
orientales. No muy lejos del pórtico, una imponente torre solitaria, con su
soberbia cúspide elevándose al cielo, miraba hacia el Adriático. Delante, en el
lugar donde la plaza lindaba con el agua, se alzaban dos columnas de granito
rojo de malos auspicios; la una coronada por una estatua armada con escudo y
espada, la otra por un león alado. Algo más allá, otra torre, la más espléndida
entre todas las cosas de aquí, donde todo es espléndido, sostenía en lo alto
una gran bóveda celeste de brillantes dorados y un azul muy vivo. En la parte
superior estaban pintados los signos zodiacales y un sol que giraba en torno a
ellos. Más arriba, dos gigantes de bronce marcaban las horas golpeando con
martillos la sonora campana. Parte de esta visión encantadora la componía una
pequeña plaza rectangular delimitada por magníficos palacios de una piedra
blanquísima y circundada por un hermoso pórtico muy ligero. Coloridos mástiles
con estandartes se alzaban esbeltos sobre un suelo poco estable.
Me
pareció entrar después en la catedral, y atravesarla longitudinalmente bajo los
numerosos arcos de la nave central. Era una estructura grandiosa y fantástica
de proporciones inmensas, resplandeciente por el oro de los antiguos mosaicos,
perfumada, enturbiada por el humo del incienso, cofre de ricos tesoros de metal
y piedras preciosas que brillaban tras las barras de hierro; una estructura
sagrada para dar sepultura a los restos de los santos que descansan en ella,
irisada por vidrieras pintadas, oscura en sus paneles de madera esculpida y en
los mármoles de colores, en penumbra en las vastas alturas y en las negras
profundidades, iluminada por lámparas de plata y farolas titilantes, irreal,
fantástica, solemne, extraordinaria en todos sus rincones.”
Imágenes de Italia
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