domingo, 16 de julio de 2017

Matilde Asensi / Puerta del Sol de Tiahuanaco



Puerta del Sol de Tiahuanaco
Cultura Tiahuanaco
1580 a.C. - 1000 d.C.
Departamento de La Paz. Bolivia.


La Puerta del Sol representaba el paso entre ninguna parte y la nada. Su ubicación era absolutamente ficticia y nadie parecía saber su procedencia real: unos decían, por su lejano parecido, que era la cuarta puerta de Puma Punku, la que faltaba, otros que venía de algún monumento desaparecido, otros que de la Pirámide de Akapana… Nadie estaba seguro, pero lo que resultaba un verdadero misterio era cómo una piedra de trece toneladas había podido ser movida de su sitio y dejada caer, boca abajo, en aquel recinto de Kalasasaya en el que hoy se encontraba. El monumento presentaba una grieta ancha y profunda desde la esquina superior derecha del vano hacia arriba, en diagonal, partiendo el friso en dos. La leyenda decía que un rayo era el causante de aquel destrozo pero, aunque las tormentas eléctricas eran frecuentes en el altiplano, difícilmente tal fenómeno hubiera podido ocasionar en un bloque de durísima traquita una resquebrajadura semejante. Lo más probable era que, al caer boca abajo, se hubiera partido, pero tampoco estaba claro.

En la parte posterior de la puerta había cornisas y hornacinas tan perfectamente trabajadas que era difícil comprender cómo podían haber sido hechas sin la ayuda de maquinaria moderna y lo mismo podía decirse del friso de la fachada principal, con su impresionante Dios de los Báculos en el centro. El dios era asunto de Proxi, pero, a la hora de leer las descripciones de la Puerta, costaba mucho separar lo que se decía del dios de todo lo demás. De ese modo descubrí que la práctica totalidad de los documentos afirmaba que la figurilla sin piernas representaba a Viracocha, el dios inca, lo que me llevó a plantearme de nuevo la absoluta desinformación que existía sobre la materia. La mayoría de expertos había desechado esta teoría desde hacía tiempo, según me había contado la catedrática, y, sin embargo, pocos eran los que se daban por enterados. El Dios de los Báculos seguiría siendo Viracocha durante mucho tiempo y las cuarenta y ocho figurillas que lo flanqueaban -veinticuatro a cada lado, en tres filas de ocho cada una- continuarían siendo cuarenta y ocho querubines por el mero hecho de tener alas y una rodilla doblada en actitud de carrera o de reverencia. Daba igual que algunas de ellas lucieran hermosas cabezas de cóndor sobre cuerpos humanos: mientras nadie demostrara lo contrario, muchos seguirían viendo en aquellos personajes zoomorfos unos geniecillos alados equiparables en todo a los ángeles.

Algunos de los más reconocidos arqueólogos exponían, sin el menor recato, la extraña teoría de que el friso era un calendario agrícola y de que los personajes del friso no simbolizaban otra cosa que los treinta días del mes, los doce meses del año, los dos solsticios y los dos equinoccios. Quizá fuera verdad, pero había que tener mucha imaginación -o, seguramente, mejores conocimientos que los míos- para aventurar semejante propuesta, sobre todo porque algunos de tales expertos aseguraban también que el calendario de la Puerta del Sol, además de agrícola, podía ser venusino, con doscientos noventa días distribuidos en diez meses.

No obstante, en el momento en que mi escepticismo y mi desconfianza rozaban los límites de lo soportable, me llevé una sorpresa mayúscula. Estaba yo leyendo tan tranquilo cuando tropecé con una afirmación que me chocó. Un investigador llamado Graham Hancock había descubierto que en la Puerta del Sol aparecían representados un par de animales supuestamente extinguidos muchos miles de años atrás, en una época en la que, según la ciencia oficial, Tiwanacu aún no existía. Por lo visto, en la parte inferior del friso, en una cuarta banda de adornos que no me había llamado la atención, podían distinguirse con toda claridad las cabezas de dos Cuvieronius, una en cada extremo de los cuatro metros del dintel y, en algún otro lado, una cabeza de toxodonte. Lo increíble de esto era que ambas especies habían desaparecido de la superficie del planeta -junto con otras muchas en todo el mundo- entre diez mil y doce mil años atrás, al final del período glacial, sin que nadie supiera explicar por qué.

Matilde Asensi
El origen perdido

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