El jinete polaco
1655
Frick Collection, Nueva York
Pintura barroca holandesa
"Tranquilo,
interrumpe la sombra, vámonos de aquí, o como dice Félix cuando lleva unas
copas y oscila, tan grande, y parece que va a caer al suelo como una estatua
de la isla de Pascua: Max, no te pongas estupendo. Pero no se marcha todavía,
deambula de una sala a otra como por las habitaciones de una casa recién
abandonada, aturdido por la fatiga y el hambre, por tantas horas de soledad, con
ese sonambulismo que lo gana fatalmente en los museos, en los aeropuertos y en
los supermercados, y entonces ve, primero sin atención y de soslayo, luego
deteniéndose, como cuando cree reconocer en una calle extranjera la cara de
alguien de Mágina y tarda un segundo en darse cuenta de que es imposible, un
cuadro más bien oscuro, que le da la inmediata impresión de no parecerse a
ningún otro cuadro del mundo: un hombre joven, cabalgando sobre un caballo
blanco, de noche, con un gorro de aire tártaro, delante de una colina en la que
se distingue con dificultad la forma de una torre ancha y baja o de un
castillo. Se acerca para mirar el título, Rembrandt, The Polish rider, pero
tiene que apartarse otra vez porque la luz se refleja en la superficie oscura y
brillante del lienzo. Es el cuadro más raro que ha visto en su vida, aunque no
sabe explicarse por qué, es muy raro pero también lo encuentra familiar, como
si lo hubiera visto en un sueño olvidado, no hace mucho, pero uno no sueña con
algo que verá dentro de unos meses, no reconoce y extraña al mismo tiempo y con
la misma certidumbre, no es alcanzado de improviso por un sentimiento de pérdida
y de felicidad que le forma un nudo en la garganta y que hasta ahora sólo le
han deparado con absoluta plenitud unas pocas canciones: como si el tiempo y
la realidad no contaran, como si no estuviera solo en Nueva York en una mañana
helada de enero, a punto de volar hacia una ciudad inhóspita de Europa y de
cumplir treinta y cinco años y de seguir aceptando una vida en la que ya no se
reconoce y que le importa tanto como la del desconocido que habita el
apartamento de al lado. Está seguro, ha soñado con ese jinete, lo hace feliz y
le da terror, como las historias que su abuelo Manuel le contaba, los
juancaballos bajando de la Sierra en los amaneceres de invierno, el regreso a
Mágina desde el campo de concentración entre montañas tan oscuras como las que
se ven en el cuadro, las hogueras lejanas en las noches de San Juan, porque
detrás del jinete se vislumbra un fuego encendido, los cascos de un caballo
resonando hondamente en la tierra, quiere irse pero unos pasos más allá se vuelve
y continúa mirando, no puede tolerar la tensión imposible que le ha agudizado
la memoria, dónde lo he visto, cuándo: se acuerda de que durante años le
ocurrió algo parecido, veía un cesto o un baúl de mimbre y le daba pavor,
imaginaba en seguida espadas curvas atravesándolo y manchas de sangre que
brotaban de él, y de pronto una noche, viendo medio dormido la televisión,
descubrió que esa imagen no era el recuerdo de un sueño, sino de una película
a la que lo llevaron en la infancia, la misma que estaban poniendo ahora, El
tigre de Esnapur, y en su apartamento de Bruselas se le despertó todo el
miedo pero también toda la inocencia y la felicidad de entonces. Puede que esté
acordándose de una película o de la ilustración de un libro, esa torre en la
cima de la montaña, el castillo de los Cárpatos, el castillo de irás y no
volverás, el jinete ha golpeado las aldabas de bronce y no le ha respondido más
que el eco, o ha visto la torre mientras cabalgaba y ha renunciado de antemano
a la posibilidad de buscar refugio o de aceptar unas horas de descanso, pues
no quiere interrumpir su viaje, no quiere bajar del caballo ni despojarse del
gorro tártaro ni del carcaj que lleva a la espalda ni del arco colgado de su
montura para combatir quién sabe en qué guerra, para arrojarse a qué furiosa
cacería, en qué estepas tan ilimitadas como las que atravesaba sin detenerse
nunca Miguel Strogoff, el correo del zar, que en el curso de su viaje secreto
conoció en un tren a una muchacha rubia y la perdió y la volvió a encontrar y
fue salvado por ella cuando ya no podía verla porque unos tártaros salvajes le
habían quemado los ojos con un sable candente."
El jinete polaco