La
lechera,
1658-60
Pintura barroca. Escuela holandesa
Rijksmuseum (Amsterdam)
Tambien fui al Rijksmuseum y allí encontré La lechera de Vermeer.
El embrujo de La lechera, pintado en 1660, radica en la luz. Expertos y críticos
han escrito textos muy sugerentes sobre
la naturaleza de esa luminosidad, pero la última conclusión es siempre un
interrogante. Es lo que llaman el misterio de Vermeer. Antes de ir a parar al
Rijksmuseum, tuvo varios propietarios. En 1798 fue vendido por un tal Jan Jacob
a un tal J. Spaan por un precio de 1.500
florines. En el inventario se hace la siguiente observación: «La luz,
entrando por una ventana en el lateral, da una impresión milagrosamente
natural».
Ante esa pintura, yo tengo tres años. Conozco a aquella mujer. Sé
la respuesta al enigma de la luz.
Hace siglos, madre, en Delft, ¿recuerdas?,
tú vertías la jarra en casa de Johannes
Vermeer , el pintor, el marido de
Catharina Bolnes,
hija de la señora Marí Thins, aquella
estirada,
que tenía otro hijo medio loco,
Willem, si mal no recuerdo,
el que deshonró a la pobre Mary Gerrits,
la criada que ahora abre la puerta
para que entres tú, madre,
y te acerques a la mesa del rincón
y con la jarra derrames mariposas de
luz
que el ganado de los tuyos apacentó
en los verdes y sombríos tapices de
Delft.
La misma que yo soñé en el
Rijksmuseum,
Johannes Vermeer encalará con leche
esas paredes, el latón, el cesto, el
pan,
tus brazos,
aunque en la ficción del cuadro
la fuente luminosa es la ventana.
La luz de Vermeer, ese enigma de
siglos,
esa claridad inefable sacudida de las
manos de Dios,
leche por ti ordeñada en el establo
oscuro,
a la hora de los murciélagos.
Cuando le di a leer el poema a mi madre, ni siquiera pestañeó. Me
sentí inseguro. Hablaba de la luz, quizá era demasiado oscuro. Fui a un estante
y cogí un libro sobre Vermeer, el de John Michael Montias, en que venía una
reproducción de La lechera. Esta vez, mi madre pareció impresionada.
Miró la estampa durante mucho tiempo sin hablar. Después guardó el poema y se
fue.
Días más tarde, mi madre volvió de visita a nuestra casa. Traía, como acostumbra, huevos de sus gallinas, y
patatas, cebollas y lechugas de su
huerta. Ella siempre dice. «Vayas donde vayas, lleva algo». Antes de despedirse
dijo: « He traído también una cosa para ti ». Abrió el bolso y sacó un papel
blanco doblado como un pañuelo de encaje. El papel envolvía una foto. Mi madre
explicó que había ido de casa en casa de sus hermanas para poder recuperarla.
La foto era de soltera. Anterior a 1960 pero muy posterior, desde luego, a
1660. Mi madre no recuerda quién fue el fotógrafo. Sí recuerda la casa, la
dueña de mal carácter, el hijo medio loco y la criada que abría la puerta. Era
una chica muy guapa, de cerca de Culleredo. «Un día fui y me abrió otra. A ella
la habían despedido, pero yo nunca supe el porqué.» En su mirada había una
pregunta: «¿Y tú cómo supiste lo de la pobre Mary? ». Luego sentenció: «Tras
los pobres anda siempre la guadaña». Por el contrario, mi madre no le daba
ninguna importancia a que la mujer del cuadro y la de la foto se pareciesen
tanto como dos gotas de leche.
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