domingo, 24 de septiembre de 2017

Carmen Martín Gaite / Ángel caído



El ángel caído
1877
Parque del Retiro.
Madrid


Con trece, catorce y quince años y aquel pelo ondulado un poco largo, negrísimo, era de morirse de guapo. Con ángel, como decía Fuencisla. Tenía mucho de ángel, sí, pero también de demonio. Y quien se figure feo al demonio es que no ha ido al Retiro de Madrid, donde tiene estatua, subido en su pedestal, bien alto. Y allí se ve claramente, para el que no lo sepa, que se está cayendo del cielo. A ver. Como que primero era un ángel. Un poco a su aire, pero ángel. Lo empujaron al abismo los propios colegas con los que vivía, porque ya harto de estar en las nubes dijo «non serviam», o sea que obedecer no entraba en sus planes. ¿Y qué? ¿Iba a dejar de ser guapo por eso? Pues no, señor. En ningún libro lo dice, ni en esa estatua tampoco se ve. Sólo que se tambalea y se pone una mano por visera, como si le deslumbrara el sol. El ángel caído. Ése es el nombre de la estatua al demonio, de las pocas que hay, o puede que la única, una preciosidad. En cambio luego en los concursos de la tele no pregunta nadie por el escultor que la inventó, don Ricardo Bellver; tampoco aparece su retrato en las enciclopedias, una injusticia. Yo voy mucho a esa plaza y me fijo en todos los detalles de la estatua de don Ricardo, que sigue allí, tal como él la puso y con razón, mirando al cielo, por mucha serpiente que le quiera enredar los pies y se le suba al cuerpo. ¡Qué frente tan limpia la del ángel caído! Luego ya en lo que esté tramando detrás de esa frente no nos vamos a meter nadie. Es una cuenta que prefiere llevar él solo.

Los parentescos.

domingo, 17 de septiembre de 2017

Ibn Zaydun / Medina Azahara



Ciudad de Medina Azahara. Córdoba.
Arquitectura islámica española.
Periodo Califal. Siglo X


Te recordé en al-Zahrá, deseándote 
El horizonte sereno y el rostro de la tierra brillante. 

La brisa suavizándose en el crepúsculo 
Como si sintiendo ternura por mí languideciese compasivamente. 

La sonrisa del agua plateada en el jardín 
Como guirnaldas liberadas de la garganta. 

Un día como los días aquellos que para nosotros marcharon 
Cuyas noches pasábamos -cuando dormía el destino- como ladrones. 

Recreándonos con aquella flor atrayente 
Corría el rocío en ella hasta inclinar su cuello. 

Como si sus ojos, viendo mi duermevela, 
llorasen por mí corriendo el llanto reluciente. 

Una rosa resplandecía en su soleada rosaleda
Y aumentó por ella la claridad de la mañana radiante. 

Un nenúfar oloroso propagó su perfume cercándola 
Soñoliento al que la aurora despertó. 

Todo agita en mí el recuerdo deseándote, 
un recuerdo que el pecho angustiado no soporta.

Si se hubiese cumplido el anhelo de reunirme contigo 
habría sido el día más feliz. 

No calme Dios al corazón ocupado en tu recuerdo 
Que no vuele el recuerdo son las ardientes alas del deseo.

Si quisiese llevarme la brisa flotando 
llevaría hasta ti a un muchacho al que ha entristecido su hallazgo. 

No mis prendas más preciosas y brillantes, amada 
mía, si es que los amantes tienen prendas. 

Antes, fue la recompensa a la pureza del amor 
un íntimo jardín en el que corríamos libres. 

Ahora, ensalzo lo que fui a tu lado 
Tú te olvidaste, pero yo sigo perdidamente enamorado.



domingo, 10 de septiembre de 2017

Manuel Vicent / Última Cena



Última Cena
Pintura renacentista del quattrocento.
1486
Refectorio de San Marcos. Florencia.


Cenáculo

En el refectorio menor del convento de San Marcos, en Florencia, hay un fresco de la Última Cena, pintado por Doménico Ghirlandaio. La mesa está montada en un ambiente de gran lujo bajo dos arcos de un soportal renacentista, que dejan ver un jardín interior con pájaros, frutales cuajados, palmeras y cipreses. Desde el alféizar de una ventana un pavo real apunta con la cola plegada al centro de la escena. Entre algunos vasos de vino, varios panecillos y tres cuencos de cerámica, por todo el mantel blanco e impoluto hay diseminadas gran cantidad de cerezas, que están puestas allí no para que se las coma alguien, sino para darle un aire de primavera al ágape. El Maestro tiene a los discípulos alineados, a derecha e izquierda, detrás de la mesa, con el bello Juan dormido en su regazo, a quien parece estar acariciando con mano dulce los rizos de oro. Sólo Judas se halla sentado enfrente del Maestro dispuesto a mojar el pan en el mismo plato, después de solventar sus diferencias. Detrás de Judas hay un gato, bien apalancado, mirando hacia el espectador, que, sin duda, espera que algún comensal le eche siquiera una miga, pero no una cereza. ¿Qué hace un gato en esta Última Cena de Ghirlandaio? Cualquier Cenáculo pintado en el quatroccento, no sólo el de Leonardo da Vinci, contiene un enigma. En esta pintura de Ghirlandaio resulta evidente que el tercer discípulo contando por la derecha es una mujer tocada con un manto rojo, lo mismo que Juan es también una figura ambigua envuelta en delicados tonos azules. Puede que Jesús de Nazaret anduviera predicando la buena nueva por los antros de Cafarnaum y que tuviera amores recios con una prostituta de Magdala hasta el punto de invitarla a la Última Cena. Tampoco sería nada extraordinario que, salvado en el último momento de la Cruz, el Maestro huyera con su amante a la India donde tuvieron hijos, que se han perpetuado hasta hoy, de forma que un descendiente directo del Nazareno esté entre nosotros y pueda ser registrador de la propiedad o conductor de autobús. Son fantasías. El verdadero enigma está en el gato situado detrás de Judas a los pies de la mesa en el Cenáculo. Existen dos posibilidades: que el Maestro le echara una miga o que se la echara Judas, que lo hicieran antes o después de que ese pan estuviera ya consagrado y que el gato comulgara, como un discípulo más, de la mano de Jesús o a expensas del avieso Iscariote. Puesto que a los gatos no les gustan las cerezas, éste es el único misterio del código Ghirlandaio.

EL PAÍS - Última - 04-06-2006

lunes, 4 de septiembre de 2017

Fernando González / Hermafrodita




Copia romana de un original helenístico.
Siglo II a. C.
Museo Nacional Romano
Palazzo Massimo alle Terme.



El Hermafrodita dormido

No puedo decir cuál de mis mármoles es mejor. Sería infiel. Si dijera que la Venus de Cirene, ahí está el Hermafrodita…

Ahí está acostado con la frágil cabeza entre los brazos, el busto retorcido, apoyado sobre un pecho que parece un lirio, por lo efímero, y las piernas atormentadas para no oprimir demasiado el pene y los testículos…

En la playa se acuestan así: el brazo derecho echado para adelante, un poco doblado en el codo; la cabeza sobre tal brazo, reposada sobre la sien derecha. El otro brazo, enarcado alrededor de la cabeza, algo distante. El busto sobre la tetilla, y la otra queda descubierta a cierta distancia de la arena. La pierna derecha un poco flejada, y la otra se estira por encima de aquélla, de manera que el vientre forma un rincón…

Pues así está el pálido, atormentado y frágil Hermafrodita, adormecido en el calor del vago deseo… Sólo que la tetilla es un pecho como un lirio, un pecho que es tetilla y es teta, más hermoso que todos los femeninos.

Es un cuerpo pecado; que atrae y repele. Cuerpo que nos explica cómo los atenienses enviaron a Alejandro un efebo, en premio de sus batallas sublimes.

La garganta enfermiza parece pedúnculo de flor venenosa y nos invita al amor. Todo ese cuerpo pecaminoso nos atrae, hasta el pequeño y suave pene. ¡Atracción maligna! De todo él resulta el complejo de emociones que forman el infierno de la belleza.

Es delgado, femenino y masculino. Quisiera llevarlo y pegarle y besarlo, y adorar a Dios en él. El Hermafrodita constituye el summum de la conquista en el arte: ¡reunir en la creación humana las bellezas de la mujer y del hombre, unificar la Naturaleza en un mármol!

Sólo puedo decir que desde mi encuentro con el Hermafrodita que duerme en el segundo piso del Museo Nacional de Roma, comprendo muchas cosas que antes ni sospechaba. El reino de nuestro Padre que está en los cielos tiene muchas moradas. El Hermafrodita griego no es la sucia inversión, sino la unificación de las bellezas, Dios padre y Dios madre. En el fondo de la inversión yace el ansia de perfección.

Pero quedó mal eso de que «el busto se apoya sobre un pecho que parece…». Ese pecho está comprimido por el tronco y no se percibe bien. El que parece un lirio es el otro, el que casi cae a la plancha de mármol sobre que yace el pobre atormentado…

Está adormecido, pero emana de todo él, de todas sus células, el sentimiento de que aprieta el pecho duramente, que siente placer-dolor en apretarlo y que pronto se pondrá bocabajo para comprimir también el sexo. Es un cuerpo contra natura que pide a gritos mudos el dolor de las caricias-castigos. El Hermafrodita llama a gritos a los dioses para que lo castiguen en todas las formas, porque a causa de todas las bellezas merece todos los castigos.

El Hermafrodita dormido.