Arte
manierista italiano
Siglo
XVI
Por lo pronto resolví que la roca ubicada
detrás del Ninfeo, a un lado del ancho plano superior, estaría dedicada
a evocar a Abul y el elefante Annone. Puse enseguida manos a la tarea, y
Zannobi realizó el dibujo correspondiente que mostraba al esclavo sobre la
testa del paquidermo cuyo lomo sustentaba un castillo. Dirigidos por el
muchacho los artesanos comenzaron su quehacer, y la piedra atónita, atacada y
trizada por primera vez, voló en esquirlas. No cedió fácilmente. El trabajo era
menos simple de lo que al principio pareciera, y los improvisados escultores lo
con un calor en el que se traslucía el arrebato de obedecer a una vocación desconocida
pero cierta, que emanaba de umbrosas urgencias ancestrales, y de cumplir algo
que los rescataba de su condición de rústicos, iluminando su brío y su sudor
con la llama –tan amada por los hombres del Renacimiento- propia del artista.
La primavera se insinuaba ya en el valle, en las colinas, con brotes y
perfumes, con una dulce languidez. Cuando empezaban a entreverse las líneas
groseras del diseño, en la efigie monumental, se me ocurrió que la pétrea masa
que subsistía delante de la cabezota de la bestia podría metamorfosearse en un
guerreo vencido, liado poderosamente por la trompa. Ese guerrero sería Beppo,
muerto por Abul. Enorme, el elefante se perfiló en las anfractuosidades del
parque de Bomarzo. Fue mi obra inicial. Satisfecha mi obligación hacia Julia
Farnese, en el minúsculo edificio que recordaba con la elegancia severa de su
columnata la serenidad ceremoniosa de mi mujer, mi pensamiento se volcó en
Abul. Tenía que ser así. La imagen extraña de Abul regía una época de mi vida.
“Bomarzo”
Precioso
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