La Aparición
Pintura simbolista francesa
1874-76
Museo del Louvre (Paris)
Museo del Louvre (Paris)
El crimen ya se había cometido; el verdugo permanecía impasible empuñando su larga espada manchada de sangre.
La
cabeza decapitada del santo se había elevado sobre la bandeja colocada encima
de las baldosas, y presentaba una mirada lívida, una boca pálida y abierta, un
cuello carmesí, goteando lágrimas. Un mosaico hacia resaltar la cara de la que
se desprendía una aureola que irradiaba hilos de luz bajo los pórticos,
iluminando la horrible elevación de la cabeza, encendiendo el globo vidrioso de
las pupilas, que estaban fijas, y como crispadas sobre la bailarina.
Con
un gesto de horror, Salomé quiere rechazar la aterradora visión que la mantiene
clavada e inmóvil sobre las puntas de los pies. Sus ojos están dilatados y con
una mano aprieta convulsivamente su garganta.
Está
casi desnuda; con la fogosa convulsión de la danza los velos se han ido
descolocando y los brocados se han caído. Sólo se encuentra vestida con los
encajes labrados y las piedras brillantes; un collar le ciñe el busto como un
corpiño, y, en el surco de sus dos pechos, una alhaja maravillosa lanza
destellos como un broche magnífico; más abajo, un cinturón rodea sus caderas,
oculta la parte superior de los muslos a los que sacude un gigantesco colgante
por el que corre un río de carbúnculos y de esmeraldas. Por último, sobre el
cuerpo desnudo, entre el collar y el cinturón, el vientre se abomba presentando
un ombligo cuyo agujero parece un sello grabado en ónice, de tonos lechosos, y
de un color rosa de uñas.
Bajo
los destellos ardientes que desprende la cabeza del precursor, todas las
facetas de las alhajas de entrecruzan; las piedras se animan, dibujan el cuerpo
de la mujer con rasgos incandescentes, y proyectan sobre el cuello, las piernas
y los brazos, puntos de fuego, rojos como el carbón ardiente, violeta como un
chorro de gas encendido, azules como llamas de alcohol, blancos como los rayos
de un astro.
La
horrible cabeza resplandece, sangrando siempre, dejando aparecer coágulos de
sangre de púrpura oscura en las puntas de la barba y los cabellos. Visible
únicamente para Salomé, no alcanza con su tétrica mirada a Herodías que sueña
satisfecha en su odio por fin cumplido, ni al Tetrarca, quien, ligeramente
inclinado hacia adelante, con las manos sobre las rodillas, jadea todavía,
enloquecido por esta desnudez de la mujer impregnada de olores salvajes,
envuelta en aromas de bálsamos y perfumada con incienso y mirra.
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