Cristo velado
Escultura barroca italiana
1753
Capilla Sansevero (Nápoles)
¿Qué vi de golpe en
ese bloque de piedra que la paciencia y la audacia del cincel habían de tal
modo vuelto flexible a la mirada?
El velo. El velo de mármol. El velo de mármol, que se hubiera dicho
humedecido. El velo de mármol plegado, desplegado, reabsorbiéndose en los
huecos de un cuerpo cautivo, de una sutileza de gasa sobre el relieve de las
más íntimas venas, de los miembros, de la frente; sobre los salientes del
rostro vagamente girado, de las rodillas flexionadas, de los pies para siempre
desprovistos de un apoyo y que parecen querer estirar el velo, provocar su
deslizamiento, dejarlo caer.
Yo admiraba con deleite la maestría del escultor que, al convertir en
transparencia la opacidad de la materia, suscitaba el impulso irresistible de
arrancar ese velo que jugaba a enmascarar la desnudez del Cristo y que no era
sino uno con su cuerpo. Ningún artista me habrá dado, jamás, frente a la
técnica de Sanmartino en su Cristo de Nápoles, la impresión de haber ido más
allá de lo posible.
Bajo el fluido sudario, el cuerpo reposa sobre un colchón recamado, en
el que se hunde, así como la cabeza se hunde en los dos almohadones
superpuestos. Los cuales -todavía lamento la inconveniencia de la aproximación-
me recordaron a los sabios del Gulliver de Swift, que se proponían
ablandar el mármol para hacer almohadas con él.
Calmo, como cuando el viento cesa y nada se mueve en el huerto. Ausente
por completo, hasta del sueño mismo, afuera. Sus labios están cerrados, ya no
tienen palabra alguna para nosotros. Ha dicho todo. Ha cumplido su obra y no ha
subido al cielo. No hay más reino, y el universo está lejos de ocuparse de su
presencia divina. Helo aquí reducido a ese poco de mundo adecuado a su
dimensión. Rodeado de silencio. Muerto. Ya no puede dar nada, ni siquiera los
dolores que El ha sufrido y que nos ha dejado en herencia para que oremos al
Padre y, en nombre de ellos, nos hagamos absolver.
Nada más que la persistencia del mármol. Y, no obstante, se siente la
omnipotencia del cuerpo y, en los brazos, la fuerza y la dulzura de los
abrazos que no fueron dados; algo de suave, de untuoso, de infinitamente cariñoso.
Se diría que el artista Lo envolvió en ese velo de agua nacarada para poder,
íntegro, sin escrúpulos, acariciarlo con su aliento.
“El paso tan lento del amor”