Arquitectura renacentista española.
Plateresco.
Siglo XVI
Allí mismo,
al lado, como una repetición de un prodigio celestial que hubiera caído sobre
la ciudad, la casa de las escuelas mayores también crecía y era un pasmo ver
cómo de la masa amorfa de piedra lisa, que habían levantado sobre las puertas
de entrada, iba surgiendo la creación de figuras de plantas y animales, de
hombres y de monstruos, que fueron poblando aquella superficie, ascendiendo
escalonadamente, con minuciosidad artesanal, entrelazándose, sucediéndose,
cubriendo aquel lienzo vertical de una sorpresa permanente, que me parecía
increíble. Resultaba que la piedra dócil se desprendía de las partes inútiles,
sobrantes, en una fina lluvia de oro intermitente, que dejaba al des- cubierto
la riqueza ornamental que llevaba dentro, quizá puesta allí por Dios, como si
bastara que la materia superflua desapareciera, para que aflorara a la luz el
tesoro de sus entrañas. A mí me gustaba ver surgir poco a poco, de un día para
otro, aquel acontecer de formas, que el sol enriquecía y doraba con una pátina
superpuesta, tan pronto como sus rayos las alcanzaban. Todo era delicado y
hasta los signos de la muerte, que advertían al espíritu de cuando en cuando,
se convertían en decoración, en gozo de la mirada, antes que en reflexión sobre
la caducidad de la vida. La aparición era lenta, como una cortina que se
descorriera sobre un escenario de comedias, despertando el interés por los
detalles que van a venir y que todavía están ocultos tras la tela, vedados a la
curiosidad.
Al principio era una cenefa de apenas un palmo de altura, que
corría de un lado a otro de la portada, que agotaba ya la admiración y hacía
imposible la mejora. Yo me la quedé mirando, agradeciéndole a Dios que me
conservara la vista para aquel ejercicio. Después de una semana, que tuve
ocupada en otros menesteres, me encontré con el retrato, que no estaba muy
logrado, pero que servía al caso, de los antiguos reyes, con los emblemas de su
monarquía, rodea- dos de fieras y de símbolos, que no se podía pedir más. Pero
la lluvia de oro no cesaba y un segundo tramo más ancho encadenaba la atención
y abría la confianza en que el milagro pudiera repetirse y quizá sobrepujarse.
Lo que yo veía era como un paño bordado, como una pintura en relieve, como un
metal repujado, que mejor no podía fabricarse. Se negaba la resistencia propia
de la materia, las dificultades de una labor tan arriesgada, expuesta a tantos
contratiempos. Puntualmente, el polvo de oro seguía cayendo, como la
demostración de que el asombro no se había acabado todavía. El águila imperial
y el escudo de las Españas aparecieron otro día, amparados en sendas coronas de
filigrana imposible, en medio de bichos y fantasías vegetales, caras y veneras,
que daba pasmo contemplar. Pero todavía se extendió la admiración y, cerca ya
del tejado de la casa, se abría un tercer tramo, cubierto de ángeles,
calaveras, volutas y hojarasca, que dejaba un hueco en su justo centro para la
tiara papal, que cobijaba a un maestro en su cátedra, con los discípulos a su
vera y más arriba aún, el cuadro se cerraba con una crestería airosa que
encelaba la suspensión de los sentidos.
“La piel del tiempo”