(Tarn et Garonne. Francia)
Escultura románica. Siglo XI
Vi
un trono colocado en medio del cielo, y sobre el trono uno sentado. El rostro
del Sentado era severo e impasible, los ojos, muy abiertos, lanzaban rayos
sobre una humanidad cuya vida terrenal ya había concluido, el cabello y la
barba caían majestuosos sobre el rostro y el pecho, como las aguas de un río,
formando regueros todos del mismo caudal y divididos en dos partes simétricas.
En la cabeza llevaba una corona cubierta de esmaltes y piedras preciosas, la
túnica imperial, de color púrpura y ornada con encajes y bordados que formaban
una rica filigrana de oro y plata, descendía en amplias volutas hasta las rodillas.
Allí se apoyaba la mano izquierda, que sostenía un libro sellado, mientras que
la derecha se elevaba en ademán no sé si de bendición o de amenaza. Iluminaba
el rostro la tremenda belleza de un nimbo cruciforme y florido, y alrededor del
trono y sobre la cabeza del Sentado vi brillar un arco iris de esmeralda.
Delante del trono, a los pies del Sentado, fluía un mar de cristal, y alrededor
del Sentado, en torno al trono y por encima del trono vi cuatro animales
terribles... terribles para mí que los miraba en éxtasis, pero dóciles y
agradables para el Sentado, cuya alabanza cantaban sin descanso.
En
realidad, no digo que todos fueran terribles, porque el hombre que a mi
izquierda (a la derecha del Sentado) sostenía un libro me pareció lleno de
gracia y belleza. En cambio, me pareció horrenda el águila- que, por el lado
opuesto, abría su pico, plumas erizadas dispuestas en forma de loriga, garras
poderosas y grandes alas desplegadas. Y a los pies del Sentado, debajo de
aquellas figuras, otras dos, un toro y un león, aferrando entre sus pezuñas y
zarpas sendos libros, los cuerpos vueltos hacia afuera y las cabezas hacia el
trono, lomos y cuellos retorcidos en una especie de ímpetu feroz, flancos
palpitantes, tiesas las patas como de bestia que agoniza, fauces muy abiertas,
colas enroscadas, retorcidas como sierpes, que terminaban en lenguas de fuego.
Los dos alados, los dos coronados con nimbos, a pesar de su apariencia
espantosa no eran criaturas del infierno, sino del cielo, y si parecían
tremendos era porque rugían en adoración del Venidero que juzgaría a muertos y
vivos.
En
torno al trono, a ambos lados de los cuatro animales y a los pies del Sentado,
como vistos en transparencia bajo las aguas del mar de cristal, llenando casi
todo el espacio visible, dispuestos según la estructura triangular del tímpano,
primero siete más siete, después tres más tres y luego dos más dos, había
veinticuatro ancianos junto al trono, sentados en veinticuatro tronos menores,
vestidos con blancas túnicas y coronados de oro. Unos sostenían laúdes; otros,
copas con perfumes; pero sólo uno tocaba, mientras los demás, en éxtasis,
dirigían los rostros hacia el Sentado, cuya alabanza cantaban, los brazos y el
torso vueltos también como en los animales, para poder ver todos al Sentado,
aunque no en actitud animalesca, sino detenidos en movimientos de danza
extática --como la que debió de bailar David alrededor del arca-, de forma que,
fuese cual fuese su posición, las pupilas, sin respetar la ley que imponía la
postura de los cuerpos, convergiesen en el mismo punto de esplendente
fulgor.