San Jorge y el Dragón
c. 1455-60
Pintura
renacentista italiana del quattrocento
Temple sobre lienzo
National Gallery, Londres
Tres meses
después, cuando yo ya conocía bien los secretos que esperaba que me desvelara,
ella regresaba de nuevo a su casa y a la National Gallery. Había encontrado
trabajo en ella como vigilante al poco de llegar.
En los
primeros días en Londres, yo giraba en torno a la National Gallery como un
perro abandonado. Pensaba que si no encontraba alumnos, o si las clases
resultaban demasiado caras, podría entrar a trabajar allí, como ella. Rondaba
la sala 58, en la que los santos y santas de Crivelli parecían levitar sobre
sus dedos larguísimos y sus pies inacabables, y las postales que envié por aquellas
fechas se desplegaban para mostrar el mismo cuadro: San Miguel y el diablo
bermejo.
Me gustaba
también Ucello, cómo su San Jorge caballero implacable destrozaba al dragón que
mantenía presa a la princesa, y cómo ella continuaba en su lugar, digna y erguida,
hasta que aquella lucha hubiera terminado. La princesa de Tintoretto escapaba
despavorida mientras el santo cumplía con su misión divina. La muchacha de
Ucello era tan inhumana como la luz de la luna en el cuadro diurno, como la
concentrada saña de San Jorge, o el irregular patrón del césped que los
rodeaba. Junto a ellos el dragón, con sus ocelos de mariposa en las alas, se
arrastraba por el suelo, herido, inevitablemente enternecedor.
“Diabulus in
música”