sábado, 12 de marzo de 2022

Carlos Fuentes / Murales de Detroit

  

Diego Rivera
Industria de Detroit
1932
Instituto de Artes de Detroit
Pared norte.

   Perdónenme la risa. Es una buena risa, una carcajada irreprimible de reconocimiento y acaso de nostalgia. ¿De qué? Creo que de la inocencia perdida, de la fe en la industria; el progreso, la felicidad y la historia dándose la mano gracias al desarrollo industrial. A todas estas glorias había cantado Rivera, como se debe, en Detroit. Como los anónimos arquitectos, pintores y escultores de la Edad Media construyeron y decoraron las grandes catedrales para alabar al Dios único, invariable e indudable, Rivera vino a Detroit como los peregrinos de antaño a Canterbury y a Compostela: lleno de fe. Reí también porque este mural era como una postal a colores del escenario móvil, en blanco y negro, de la película de Chaplin, Tiempos modernos.

  Las mismas máquinas pulidas como espejos, los engranajes perfectos e implacables, las confiables máquinas que Rivera el marxista veía como signo igualmente fidedigno de progreso, pero que Chaplin vio como fauces devoradoras, máquinas de deglución como estómagos de fierro que se tragan al trabajador y lo expulsan, al final, como un pedazo de mierda.

  Aquí no. Éste era el idilio industrial, el reflejo de la inmensamente rica ciudad que Rivera conoció en los años treinta, cuando Detroit le daba empleo y vida decente a medio millón de obreros.
 ¿Cómo los vio el pintor mexicano?

    Había algo extraño en este mural de actividad hormiguienta y espacios repletos de figuras humanas sirviendo a máquinas pulidas, serpentinas, interminables como los intestinos de un animal prehistórico pero que tarda, arrastrándose, en regresar al tiempo actual. Yo también tardé en ubicar el origen de mi extrañeza. Tuve una sensación desplazada y excitante, de descubrimiento creativo, tan rara en tareas de televisión. Estoy detenido aquí frente a un mural de Diego Rivera en Detroit porque dependo de mi público como Rivera, acaso, dependió de sus patrocinadores. Pero él se burlaba de ellos, les plantaba banderas rojas y líderes soviéticos en las narices de sus bastiones capitalistas. En cambio, yo no merecería ni la censura ni el escándalo: el público me da el éxito o el fracaso, nada más. Click. Se apagó la caja idiota. Ya no hay patrocinadores y a nadie le importa un carajo. ¿Quién se acuerda de la primera telenovela que vio en su vida —o, lo que es lo mismo, de la última?

    Pero esa sensación de extrañeza ante una obra mural tan conocida, no me dejaba en paz ni me permitía filmar a gusto. Escudriñé. Pretexté el mejor ángulo, la mejor luz. Los técnicos son pacientes. Respetaron mi esfuerzo. Hasta que di en el clavo. Había mirado sin ver. Todos los trabajadores norteamericanos pintados por Diego estaban de espaldas al espectador. El artista sólo pintó espaldas trabajando, salvo cuando los trabajadores blancos usaban goggles de vidrio para protegerse del chisporroteo de las soldaduras. Los rostros norteamericanos eran anónimos. Enmascarados. Como ellos nos ven a los mexicanos, así los vio Rivera a ellos. De espaldas. Anónimos. Sin rostro. Entonces Rivera no reía, no era Charlot, era sólo el mexicano que se atrevía a decirles ustedes no tienen rostro. Era el marxista que les decía su trabajo no tiene el nombre ni la cara del trabajador, su trabajo no es de ustedes.

  ¿Quiénes miraban, en contraste, al espectador?

Carlos Fuentes
Los años con Laura Díaz