Diego Rivera
Industria de Detroit
1932
Instituto de Artes de Detroit
Pared norte.
Perdónenme la risa. Es una
buena risa, una carcajada irreprimible de reconocimiento y acaso de nostalgia.
¿De qué? Creo que de la inocencia perdida, de la fe en la industria; el
progreso, la felicidad y la historia dándose la mano gracias al desarrollo
industrial. A todas estas glorias había cantado Rivera, como se debe, en
Detroit. Como los anónimos arquitectos, pintores y escultores de la Edad Media
construyeron y decoraron las grandes catedrales para alabar al Dios único,
invariable e indudable, Rivera vino a Detroit como los peregrinos de antaño a
Canterbury y a Compostela: lleno de fe. Reí también porque este mural era como
una postal a colores del escenario móvil, en blanco y negro, de la película de
Chaplin, Tiempos modernos.
Las mismas máquinas pulidas como espejos, los
engranajes perfectos e implacables, las confiables máquinas que Rivera el
marxista veía como signo igualmente fidedigno de progreso, pero que Chaplin vio
como fauces devoradoras, máquinas de deglución como estómagos de fierro que se
tragan al trabajador y lo expulsan, al final, como un pedazo de mierda.
Aquí no. Éste era el
idilio industrial, el reflejo de la inmensamente rica ciudad que Rivera conoció
en los años treinta, cuando Detroit le daba empleo y vida decente a medio
millón de obreros.
¿Cómo los vio el pintor
mexicano?
Había algo extraño en este
mural de actividad hormiguienta y espacios repletos de figuras humanas
sirviendo a máquinas pulidas, serpentinas, interminables como los intestinos de
un animal prehistórico pero que tarda, arrastrándose, en regresar al tiempo
actual. Yo también tardé en ubicar el origen de mi extrañeza. Tuve una
sensación desplazada y excitante, de descubrimiento creativo, tan rara en
tareas de televisión. Estoy detenido aquí frente a un mural de Diego Rivera en
Detroit porque dependo de mi público como Rivera, acaso, dependió de sus
patrocinadores. Pero él se burlaba de ellos, les plantaba banderas rojas y
líderes soviéticos en las narices de sus bastiones capitalistas. En cambio, yo
no merecería ni la censura ni el escándalo: el público me da el éxito o el
fracaso, nada más. Click. Se apagó la caja idiota. Ya no hay patrocinadores y a
nadie le importa un carajo. ¿Quién se acuerda de la primera telenovela que vio
en su vida —o, lo que es lo mismo, de la última?
Pero esa sensación de
extrañeza ante una obra mural tan conocida, no me dejaba en paz ni me permitía
filmar a gusto. Escudriñé. Pretexté el mejor ángulo, la mejor luz. Los técnicos
son pacientes. Respetaron mi esfuerzo. Hasta que di en el clavo. Había mirado
sin ver. Todos los trabajadores norteamericanos pintados por Diego estaban de
espaldas al espectador. El artista sólo pintó espaldas trabajando, salvo cuando
los trabajadores blancos usaban goggles de vidrio para protegerse del
chisporroteo de las soldaduras. Los rostros norteamericanos eran anónimos.
Enmascarados. Como ellos nos ven a los mexicanos, así los vio Rivera a ellos.
De espaldas. Anónimos. Sin rostro. Entonces Rivera no reía, no era Charlot, era
sólo el mexicano que se atrevía a decirles ustedes no tienen rostro. Era el
marxista que les decía su trabajo no tiene el nombre ni la cara del trabajador,
su trabajo no es de ustedes.
¿Quiénes miraban, en
contraste, al espectador?