domingo, 7 de mayo de 2017

José Saramago / Catedral de Évora



Catedral de Évora (Portugal)
Transición del Románico al Gótico
Ss. XII a XVI


Con esta feliz sentencia, se da el viajero por liberado de otros juicios generales, y entra en la catedral. Hay templos más amplios, más altos, más suntuosos, pero pocos tienen esta recogida gravedad. 

Pariente de las catedrales de Lisboa y de Porto, las supera en una especial individualidad, en una sutil diferencia de tono. Calladas todas las voces, mudos los órganos de aquí y de allá, retenidos los pasos, óigase la música profunda, que es sólo vibración intraducible de las columnas, de los arcos, de la geometría infinita que las junturas de las piedras organizan. Espacio de religión, la catedral de Évora es, de manera absoluta, un espacio humano: el destino de estas piedras fue definido por la inteligencia, fue ella la que las desentrañó de la tierra y les dio forma y sentido, es ella la que pregunta y responde en la planta dibujada en el papel. Es la inteligencia la que mantiene la torre linterna en pie, la que armoniza la pauta del triforio, la que compone los haces de columnillas. Se dirá que el viajero distingue en exceso a la catedral de Évora, enunciando loores que en tantos otros lugares serían tan justos como aquí, y tal vez más. Así es. Pero el viajero, que mucho ha visto ya, no encontró nunca piedras que como éstas crearan en el espíritu una exaltación tan confiada en el poder de la inteligencia. Quédense Batalha, los Jerónimos y Alcobaça con sus celos. Son maravillas, nadie lo negará, pero la catedral de Évora, severa y cerrada a primera vista, recibe al viajero como si le abriera los brazos, y siendo este primer movimiento el de la sensibilidad, el segundo es el de la dialéctica. 

Probablemente no son maneras de hablar de arquitectura. Un especialista moverá la cabeza, condescendiente o irritado, querrá que le hablen en un lenguaje objetivo. Por ejemplo, y a propósito de la torre linterna, que «el tambor de granito está flanqueado en los ángulos por una cornisa trilobulada con ventanas amaineladas, amparados por contrafuertes y rematados por una aguja esbelta cubierta de escamas imbricadas». Nada más exacto y científico, pero aparte de que la descripción requeriría, en algunos pasajes, explicación paralela, su lugar no sería éste. Es suficiente el riesgo a que el viajero se expone frecuentando tales alturas. Por eso se quedan en lo trivial sus accidentales incursiones en estos dominios, por eso confía en que le sean dispensadas las faltas, tanto las que ya cometió como las futuras. Usa su propio hablar para expresar su entender propio. Y como es así, se toma el atrevimiento de encoger la nariz ante Ludovice de Mafra, que aquí también llegó, cubriendo la capilla mayor de mármoles y diseño a la manera juanina, en la gravedad de un templo que respondía a las necesidades espirituales de un tiempo menos fausto. Si el busto que hay en el triforio es, realmente, del primer arquitecto de la catedral, Martim Domingues, mucho habrá sufrido la piedra en que lo tallaron.

José Saramago
'Viaje a Portugal'

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