La danza
1909
1909
Pintura fauvista
Museo del Hermitage. San Petersburgo
El vacío
Una pincelada de más acaba por estropear un cuadro, una sola palabra puede arruinar un poema y también puede destruir una historia de amor, si se convierte en una bala. Detenerse a tiempo, esa es la primera regla del arte y Matisse lo sabía cuando pintó su famosa composición La Danza, en la que cinco muchachas desnudas bailan agarradas de las manos formando un círculo con la guirnalda de sus brazos. La simple apariencia te hace creer que ese círculo es perfecto, que está totalmente cerrado, que en él ya no cabe nadie más, pero no es así. Dos bailarinas en primer plano no llegan a alcanzarse con las manos, el artista ha creado entre ellas un vacío que genera una tensión rítmica en todas las danzantes forzándolas a girar. Es difícil encontrar un cuadro que exprese mejor la dicha de vivir. Da la sensación de que al espectador le bastaría con agarrarse de esas manos libres aún para ensanchar el círculo y sumarse al baile. Ese vacío está formado por los momentos felices de la vida: la playa de la niñez llena de gritos y de cuerpos dorados persiguiendo la pelota de Nivea, las risas de tu juventud con los amigos a la sombra de los plátanos, el campari que iluminaba la terraza del café Rosati en Roma, todos los viajes al Sur, las dunas del desierto rayadas por los lagartos, aquellas hogazas de trigo candeal que tenían el color del románico, la lectura de los versos de Keats favorecida por una melodía de Grieg, aquella navegación por la costa de Turquía buscando recalar en Efeso. Basta con desnudar la memoria y aceptar como un don de los dioses la belleza que un día te fue regalada sin más, para que esas muchachas de Matisse te admitan con gusto en la danza. El pintor Miguel Ángel también conocía la carga magnética que contiene el vacío, por eso en lugar de unir los dedos de Adán y de Jehová en el techo de la Capilla Sixtina dejó sus yemas a punto de entrar en contacto, vibrando en el aire, sin llegar a rozarse. El vacío que existe entre esos dedos, de pronto, causó una detonación y su onda explosiva creó al primer hombre. En la plaza del poblado dos vaqueros se miran a los ojos con las manos en la culata del revólver: el vacío que existe entre ellos es absolutamente creativo; una pareja de adolescentes está a punto de besarse por primera vez: esa mariposa radioactiva que aletea entre sus labios podría levantar una montaña; unos amantes van a pronunciar la palabra maldita que destruirá una larga historia de amor: su silencio incluye la vida y la muerte. El arte consiste siempre en detenerse.
EL PAÍS - 13-02-2005
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