lunes, 15 de junio de 2015

Robert Graves / Santa Sofía


Santa Sofía (Estambul)
Arquitectura bizantina
Siglo VI


En Constantinopla vimos por primera vez la iglesia de Santa Sofía terminada. El arquitecto era Antemio de Tralles. Justiniano le había dicho:
 -No repares en gastos para hacer de éste el edificio más bello y duradero del mundo, para gloria del nombre de Dios y del mío. Antemio estuvo a la altura de su misión. Es su nombre el que merece la gloria principal, pues Justiniano no hizo más que aprobar sus planos. Si hay que honrar algún otro nombre, sean los de Isidoro  de Mileto, el asistente de Antemio, y el de Belisario, cuya victoria sobre los vándalos suministró los tesoros que costearon la construcción de la catedral y los esclavos necesarios. La catedral se destaca entre todos los edificios vecinos, aunque son imponentes. Por comparar lo grandioso con lo inferior, es como un enorme buque mercante atracado entre barcazas en el Cuerno. Sus proporciones están tan exquisitamente calculadas, sin embargo, que no hay nada brutal ni abrumador en su tamaño. Tiene, por el  contrario, una nobleza grácil, pero seria, que sólo puedo expresar diciendo. “Si Belisario hubiera sido tan buen arquitecto como soldado, ésta es la iglesia que habría construido”. Santa Sofía tiene más de doscientos pies de ancho, trescientos de  largo y ciento cincuenta de alto. La corona una cúpula enorme; y cuando uno alza los ojos hacia el cielo raso, que tiene incrustaciones de oro puro por doquier, da la impresión de que toda la estructura se derrumbará en cualquier momento, pues no hay vigas ni pilares centrales para sustentarla, sino que cada parte converge hacia adentro y hacia arriba hasta el punto central de la cúpula. Los ciudadanos dicen a los visitantes del campo: “Un demonio, por orden del  Emperador, suspendió la cúpula del ciclo mediante una cadena de oro hasta que erigieron las otras partes para ensamblarlas con ella”.  Muchos visitantes toman esta broma en serio.
Hay dos pórticos, cada cual con un techo cupular incrustado de oro, uno para los feligreses de cada sexo. ¿Quién podría describir dignamente la belleza de las columnas talladas y los mosaicos que adornan el edificio? El lugar se asemeja ante todo a un prado primaveral bajo un sol ancho y áureo, con los grandes pilares de piedra del crucero elevándose del suelo como árboles; muchos colores diferentes de mármol se han utilizado en las paredes y en el suelo: rojo y verde y púrpura moteado y trigueño y amarillo cremoso y blanco puro, con la pátina azul del lapislázuli aquí y allá. Tallados, cincelados y molduras exquisitas hacen una delicia de cada detalle, y las  múltiples ventanas de las paredes y la cúpula inundan el crucero de  luz. Para apreciar este edificio y adorar en él la Sabiduría a la cual está consagrado, no es preciso ser cristiano ortodoxo; y está abierto a  todas horas, incluso a los fieles más pobres, en tanto no hayan ofendido las leyes y se comporten decorosamente. Un mendigo puede entrar e imaginarse Emperador, de pie en medio de tan pródigo esplendor; sólo algunas partes del edificio le están vedadas, como el  santuario, que está laminado con cuarenta mil libras de plata reluciente, y ciertas capillas privadas. En cuanto a las reliquias de santos  y mártires, las hay en profusión, y algunas de las puertas interiores  están hechas de una madera que (dicen) formó parte del arca de Noé.

Robert Graves “El Conde Belisario”

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