domingo, 31 de enero de 2016

Sigmund Freud / Moisés




Miguel Ángel
Moisés
Iglesia de San Pietro in Víncoli (Roma)
1515
Escultura italiana del Renacimiento (cinquecento)  



Una figura dotada de tal movimiento sería absolutamente incompatible con el estado de ánimo que todo el monumento funerario debía despertar.
        Así, pues, este Moisés no debe querer levantarse;  tiene que poder permanecer en soberana calma, como  las demás figuras y como la proyectada estatua del Papa  mismo (que Miguel Ángel no llegó a ejecutar). Pero entonces el Moisés que contemplamos no puede ser la  representación del hombre poseído de cólera, que, al  descender del Sinaí, ve a su pueblo entregado a la apostasía y arroja contra el suelo, quebrándolas, las tablas  de la Ley. Y, realmente, recuerdo yo mi decepción cuando en anteriores visitas a la iglesia de San Pietro in Vincoli me senté ante la estatua, esperando ver cómo  se alzaba violenta, arrojaba las tablas al suelo y descargaba su cólera. Nada de ello sucedió; por el contrario, la  piedra se hizo cada vez más inmóvil; una calma sagrada, casi agobiante, emanó de ella, y sentí necesariamente  que allí estaba representado algo que podría permanecer inmutable, que aquel Moisés permanecería allí eternamente sentado y encolerizado.


"Psicoanálisis del Arte”

domingo, 24 de enero de 2016

Charles Tomlison / San Carlo ai Catinari


    Capilla de Santa Cecilia
San Carlo ai Catinari. Roma
1695
Barroco italiano


San Carlo ai Catinari

Una orquesta de ángeles
aletea en la piedra
y se posa en el borde
del domo, entonando alabanzas
en honor de Santa Cecilia.

Admiro, sí, esta escena
extendida sobre mis ojos
por su solidez: tales
presencias no son sombras
sino carne y piedra interanimadas.

Y si fuéramos ángeles
podríamos oír, sin duda,
su música silente,
hecha cuerpo
en la sustancia de otra esfera...

Una esfera que los sentidos
penetran, aunque raramente,
mientras reúnen pruebas
aún más palpables
del porqué de nuestro deleite.

Pues qué supone el cielo
sino el aumento y cuidado
de nuestras afinadas facultades,
atentas al servicio y la alabanza,
hechas a semejanza de aquel alto consorte.


domingo, 17 de enero de 2016

Antonio Muñoz Molina / El jinete polaco


Rembrandt Harmenszoon van Rijn
El jinete polaco
1655
Frick Collection, Nueva York
Pintura barroca holandesa



"Tranquilo, interrumpe la sombra, vámonos de aquí, o como dice Félix cuando lleva unas copas y oscila, tan grande, y parece que va a caer al suelo como una esta­tua de la isla de Pascua: Max, no te pongas estupendo. Pero no se marcha todavía, deambula de una sala a otra como por las habitaciones de una casa recién abandona­da, aturdido por la fatiga y el hambre, por tantas horas de soledad, con ese sonambulismo que lo gana fatalmen­te en los museos, en los aeropuertos y en los supermer­cados, y entonces ve, primero sin atención y de soslayo, luego deteniéndose, como cuando cree reconocer en una calle extranjera la cara de alguien de Mágina y tarda un segundo en darse cuenta de que es imposible, un cuadro más bien oscuro, que le da la inmediata impresión de no parecerse a ningún otro cuadro del mundo: un hombre joven, cabalgando sobre un caballo blanco, de noche, con un gorro de aire tártaro, delante de una colina en la que se distingue con dificultad la forma de una torre ancha y baja o de un castillo. Se acerca para mirar el título, Rem­brandt, The Polish rider, pero tiene que apartarse otra vez porque la luz se refleja en la superficie oscura y brillante del lienzo. Es el cuadro más raro que ha visto en su vida, aunque no sabe explicarse por qué, es muy raro pero tam­bién lo encuentra familiar, como si lo hubiera visto en un sueño olvidado, no hace mucho, pero uno no sueña con algo que verá dentro de unos meses, no reconoce y extraña al mismo tiempo y con la misma certidumbre, no es alcanzado de improviso por un sentimiento de pér­dida y de felicidad que le forma un nudo en la garganta y que hasta ahora sólo le han deparado con absoluta ple­nitud unas pocas canciones: como si el tiempo y la reali­dad no contaran, como si no estuviera solo en Nueva York en una mañana helada de enero, a punto de volar hacia una ciudad inhóspita de Europa y de cumplir treinta y cinco años y de seguir aceptando una vida en la que ya no se reconoce y que le importa tanto como la del desco­nocido que habita el apartamento de al lado. Está segu­ro, ha soñado con ese jinete, lo hace feliz y le da terror, como las historias que su abuelo Manuel le contaba, los juancaballos bajando de la Sierra en los amaneceres de invierno, el regreso a Mágina desde el campo de concen­tración entre montañas tan oscuras como las que se ven en el cuadro, las hogueras lejanas en las noches de San Juan, porque detrás del jinete se vislumbra un fuego en­cendido, los cascos de un caballo resonando hondamente en la tierra, quiere irse pero unos pasos más allá se vuel­ve y continúa mirando, no puede tolerar la tensión impo­sible que le ha agudizado la memoria, dónde lo he visto, cuándo: se acuerda de que durante años le ocurrió algo parecido, veía un cesto o un baúl de mimbre y le daba pavor, imaginaba en seguida espadas curvas atravesán­dolo y manchas de sangre que brotaban de él, y de pron­to una noche, viendo medio dormido la televisión, descu­brió que esa imagen no era el recuerdo de un sueño, sino de una película a la que lo llevaron en la infancia, la misma que estaban poniendo ahora, El tigre de Esnapur, y en su apartamento de Bruselas se le despertó todo el miedo pero también toda la inocencia y la felicidad de entonces. Puede que esté acordándose de una película o de la ilustración de un libro, esa torre en la cima de la montaña, el castillo de los Cárpatos, el castillo de irás y no volverás, el jinete ha golpeado las aldabas de bronce y no le ha respondido más que el eco, o ha visto la torre mientras cabalgaba y ha renunciado de antemano a la po­sibilidad de buscar refugio o de aceptar unas horas de descanso, pues no quiere interrumpir su viaje, no quiere bajar del caballo ni despojarse del gorro tártaro ni del carcaj que lleva a la espalda ni del arco colgado de su montura para combatir quién sabe en qué guerra, para arrojarse a qué furiosa cacería, en qué estepas tan ilimitadas como las que atravesaba sin detenerse nunca Mi­guel Strogoff, el correo del zar, que en el curso de su viaje secreto conoció en un tren a una muchacha rubia y la perdió y la volvió a encontrar y fue salvado por ella cuan­do ya no podía verla porque unos tártaros salvajes le ha­bían quemado los ojos con un sable candente."
­

El jinete polaco

domingo, 10 de enero de 2016

Andrée Conrad / Espinario


Siglo II a. C.
Museos Capitolinos (Roma)
Escultura helenística



EL ESPINARIO

Desde la madreselva al hibisco
las abejas revolotean susurrando
en estos atrios de piedra labrada,
poblados de bronce sobredorado.
De jarras de oro el amo sorbe vino
a su albedrío; camina manchando de verde
su corto látigo, decapitando
sin distinguir entre maleza y flor,
y los gatos se escurren de arbusto
en arbusto sin saber si ronronear o huir.
Una balada, griega o gala, hace que deponga
el látigo; las manos del amo
palmean por una vasija con crema.
El gorgoteo del vino llena una copa.
Albahaca etrusca, tomillo egipcio,
y pimienta de la India se mezclan
en el aire con cordero asado;
risas, chismes de esclavos. Petirrojos,
pinzones y reyezuelos agitan
las hojas del madroño,
la higuera, y el ciruelo, con plumas
de limón, pistacho y rojo oscuro;
bolas de luz que caen sobre el mantel.
Hoy, el amo los llama,
los alimenta con pan rociado
de aceite de oliva y sésamo.
La brisa de la tarde levanta
la falda de agua de la fuente.
¿Estará lloviendo? En la casa,
las cabezas se tornan hacia el atrio.
Ignorado, recién llegado de Grecia,
el discóbolo se prepara a lanzar
el disco. A su lado, un niño con piel
de cardenillo frunce el ceño,
extrayéndose una espina del pie.
El amo, afligido, pasa
acariciando, como los esclavos,
el bronce del pie herido
resplandeciente como el oro.

Andrée Conrad

viernes, 1 de enero de 2016

Rabindranath Tagore / Taj Mahal



Adra (India)
Arte Mongol
Siglo XVII


Permitiste que tu regio poder se desvaneciera, Shajahan,
pero tu deseo fue hacer imperecedera una lágrima de amor

El tiempo no tiene compasión para el corazón humano,
se ríe de su triste esfuerzo por recordar.

Tú lo atrajiste con la belleza, lo hiciste cautivo,
y coronaste la informe muerte con formas que no se desvanecen.

El secreto murmurado en el silencio de la noche al oído
de tu amor está forjado en el perpetuo silencio de la piedra.

Aunque los imperios se derrumben como arena, y los siglos se pierdan en sombras
el mármol todavía suspira a las estrellas. “Yo recuerdo”.

“Yo recuerdo.” –Pero la vida olvida, porque ella ha sido llamada a lo Interminable
y va en su viaje sin carga
dejando su recuerdo a las melancólicas formas de belleza.