lunes, 28 de septiembre de 2015

Luciano G. Egido / Fachada de la Universidad de Salamanca


Arquitectura renacentista española. Plateresco.
Siglo XVI


Allí mismo, al lado, como una repetición de un prodigio celestial que hubiera caído sobre la ciudad, la casa de las escuelas mayores también crecía y era un pasmo ver cómo de la masa amorfa de piedra lisa, que habían levantado sobre las puertas de entrada, iba surgiendo la creación de figuras de plantas y animales, de hombres y de monstruos, que fueron poblando aquella superficie, ascendiendo escalonadamente, con minuciosidad artesanal, entrelazándose, sucediéndose, cubriendo aquel lienzo vertical de una sorpresa permanente, que me parecía increíble. Resultaba que la piedra dócil se desprendía de las partes inútiles, sobrantes, en una fina lluvia de oro intermitente, que dejaba al des- cubierto la riqueza ornamental que llevaba dentro, quizá puesta allí por Dios, como si bastara que la materia superflua desapareciera, para que aflorara a la luz el tesoro de sus entrañas. A mí me gustaba ver surgir poco a poco, de un día para otro, aquel acontecer de formas, que el sol enriquecía y doraba con una pátina superpuesta, tan pronto como sus rayos las alcanzaban. Todo era delicado y hasta los signos de la muerte, que advertían al espíritu de cuando en cuando, se convertían en decoración, en gozo de la mirada, antes que en reflexión sobre la caducidad de la vida. La aparición era lenta, como una cortina que se descorriera sobre un escenario de comedias, despertando el interés por los detalles que van a venir y que todavía están ocultos tras la tela, vedados a la curiosidad.

Al principio era una cenefa de apenas un palmo de altura, que corría de un lado a otro de la portada, que agotaba ya la admiración y hacía imposible la mejora. Yo me la quedé mirando, agradeciéndole a Dios que me conservara la vista para aquel ejercicio. Después de una semana, que tuve ocupada en otros menesteres, me encontré con el retrato, que no estaba muy logrado, pero que servía al caso, de los antiguos reyes, con los emblemas de su monarquía, rodea- dos de fieras y de símbolos, que no se podía pedir más. Pero la lluvia de oro no cesaba y un segundo tramo más ancho encadenaba la atención y abría la confianza en que el milagro pudiera repetirse y quizá sobrepujarse. Lo que yo veía era como un paño bordado, como una pintura en relieve, como un metal repujado, que mejor no podía fabricarse. Se negaba la resistencia propia de la materia, las dificultades de una labor tan arriesgada, expuesta a tantos contratiempos. Puntualmente, el polvo de oro seguía cayendo, como la demostración de que el asombro no se había acabado todavía. El águila imperial y el escudo de las Españas aparecieron otro día, amparados en sendas coronas de filigrana imposible, en medio de bichos y fantasías vegetales, caras y veneras, que daba pasmo contemplar. Pero todavía se extendió la admiración y, cerca ya del tejado de la casa, se abría un tercer tramo, cubierto de ángeles, calaveras, volutas y hojarasca, que dejaba un hueco en su justo centro para la tiara papal, que cobijaba a un maestro en su cátedra, con los discípulos a su vera y más arriba aún, el cuadro se cerraba con una crestería airosa que encelaba la suspensión de los sentidos.

“La piel del tiempo” 

lunes, 21 de septiembre de 2015

Antonio Gamoneda / Deux femmes nues enlacées





Deux femmes nues enlacées
1906

(DEUX FEMMES NUES ENLACÉES.
PICASSO,1906)

La suciedad está
creciendo hacia la belleza.
Vez abajo: material
ciego, trágico, roído,
cuajo triste de toda
sangre de desecho;
lodos sin tumba, grumos
miserables, esputos
de multitud cobarde.

Mas la miseria tiene
una fuerza: el dolor.

Color de perro y llanto,
de abajo a arriba, nace
desnuda una mujer;
impura como el mundo,
de abajo a arriba, negra,
roja en los muslos, siempre
distinta a la esperanza.

Mas, de pronto, hay un gesto
de paloma en el aire.
Oh, manos poderosas,
gracias por estos senos
humildes; ya dos pájaros
oscuros, dulces, cantan.
Más arriba, más alto,
vivos en la ternura,
los hombros temblarían
bajo un manto de música.

Más alto, más aún
-¡oh salvación!-, dorada,
una cabeza vive,
mira con ojos, piensa
dulcemente en el mundo.

Antonio Gamoneda “EDAD”

lunes, 14 de septiembre de 2015

John Keats / Ante los mármoles de Elgin.



Fidias
S. V .a. C.
Fragmento del friso de las Panateneas
Partenón de Atenas
Arte clásico griego




Mi espíritu es muy débil: la condición mortal
me abruma con su peso de sueño no querido
y toda imaginada profundidad o cima
de angustia de los dioses me dice “Has de morir”
como un águila enferma que mira hacia los cielos.
Lujo reconfortante es lamentar, aún,
que yo no tenga viento de nubes que guardar
fresco cuando aparece el ojo de la aurora.
Esas glorias mentales, apenas concebidas,
llevan al corazón indescriptible pugna;
y aquellas maravillas, un voluble dolor
que funde la grandeza helena con la burda
huida de los tiempos pasados –crin al aire-
sol –sombra de lo inmenso.

Traducción revisada por el Taller de Traducción Literaria
Universidad de La Laguna

lunes, 7 de septiembre de 2015

Victor Hugo / Nôtre Dame de Paris


Nôtre Dame de ParisArte Gótico. Siglo XII


 "hay seguramente en la arquitectura muy pocas páginas tan bellas como las que se describen en esta fachada, en donde al mismo tiempo pueden verse sus tres pórticos ojivales, el friso bordado y calado con los veintiocho nichos reales y el inmenso rosetón central, flanqueado por sus dos ventanales laterales, cual un sacerdote por el diácono y el subdiácono; la grácil y elevada galería de arcos trilobulados sobre la que descansa, apoyada en sus finas columnas, una pesada plataforma de donde surgen las dos torres negras y robustas con sus tejadillos de pizarra. Conjunto maravilloso y armónico formado por cinco plantas gigantescas, que ofrecen para recreo de la vista, sin amontonamiento y con calma, innumerables detalles esculpidos, cincelados y tallados conjuntados fuertemente y armonizados en la grandeza serena del monumento.
        Es, por así decirlo, una vasta sinfonía de piedra; obra colosal de un hombre y un pueblo; una y varia a la vez, como las Ilíadas y los Romanceros de los que es hermana; realización prodigiosa de la colaboración de todas las fuerzas de una época de donde se perciben en cada piedra, de cien formas distintas, la fantasía del obrero, dirigida por el genio del artista; una especie de creación humana, poderosa y profunda como la creación divina, a la que, se diría, ha robado el doble carácter de múltiple y eterno.
        Y lo que decimos de su fachada conviene a la iglesia entera; y lo que decimos aquí de la iglesia catedral de París conviene a todas las iglesias de la Edad Media, pues todo se armoniza en este arte, originado en sí mismo, lógico y equilibrado. Medir el dedo de un pie es medir al gigante entero."

Victor Hugo “Nuestra Señora de Paris”